VIDA Y OBRA

FORMACIÓN /

APUNTE DE VIAJE

ERNESTO GUEVARA POR PRIMERA VEZ EN BOLIVIA.

por Ernesto Guevara de la Serna

Fragmentos del diario de su segundo viaje por América Latina (1953-1956), publicado con el título Otra vez.

El sol nos daba tímido en la espalda mientras caminábamos por las lomas peladas de la Quiaca. Repasaba mentalmente los últimos acontecimientos. Esa partida tan llena de gente, con algunos lloros intermedios, la mirada extraña de la gente de segunda que veía una profusión de ropa buena, de tapados de pieles, etc., para despedir a los dos snobs de apariencia extraña y cargados de bultos. El nombre del ladero ha cambiado, ahora Alberto se llama Calica; pero el viaje es el mismo: dos voluntades dispersas extendiéndose por América sin saber precisamente qué buscan ni cual es el norte.

En torno a los cerros pelados una bruma gris da tono y tónica al paisaje. Frente nuestro un débil hilo de agua separa los territorios de Bolivia y Argentina. Sobre un puentecito minúsculo cruzado por las vías del ferrocarril las dos banderas se miran la cara, la boliviana nueva y de colores vivos, la otra vieja, sucia y desteñida, como si hubiera empezado a comprender la pobreza de su simbolismo.

Conversamos con algunos gendarmes y nos dicen que hay un cordobés de Alta Gracia, nuestro pueblo de la infancia, trabajando con ellos. Es Tiqui Vidora, uno de mis compañeros de juegos de la infancia. Extraño reencuentro en el rincón septentrional de la Argentina.

Fue el dolor de cabeza y el asma quienes intransigentes me obligaron a frenar. Por eso pasaron tres días especialmente aburridos en el pueblito hasta que zarpamos rumbo a La Paz.

La noticia que andábamos en segunda clase provocaba una inmediata indiferencia hacia nuestro viaje. Todavía es importante la noticia de que pueda haber una buena propina, aquí y en cualquier lado.

Ya en territorio boliviano, tras de un reparo superficial de la aduana argentina y chilena, seguimos sin inconvenientes.

Desde Villazón camina el tren pachamentamente hacia el norte, entre cerros, quebradas, y vías de una aridez total. El verde es un color prohibido.

El tren desmigaja un desgano sobre las áridas pampas donde el salitre comienza a hacer su aparición, pero llega la noche y todo se pierde en medio de un frío que va tomando paulatinamente todo. Tenemos camarote ahora, pero, a pesar de todo, de las mantas adicionales, un frío tenue se infiltra en los huesos.

A la mañana siguiente las botas están heladas y producen una sensación molesta con los pies.

El agua de los lavatorios y hasta de las garrafas está congelada.

Con la cara sucia y despeinados vamos al vagón comedor con cierta desconfianza, pero las caras de nuestros compañeros de viaje nos dan tranquilidad de muchos.

A las 4 de la tarde se asoma el tren a la quebrada donde está La Paz. Una ciudad chica pero muy bonita se desperdiga entre el accidentado terreno del fondo, teniendo como centinela la figura siempre nevada del Illimani. La etapa final de unos cuantos kilómetros tarda más de una hora en completarse. El tren parece que fuera a escapar tangentemente a la ciudad, cuando torna y continúa su descenso.

Es un sábado a la tarde y la gente a la que estamos recomendados es muy difícil de encontrar, de modo que nos dedicamos a vestirnos y sacarnos la roña del viaje.

Ya empezamos el domingo a recorrer a nuestros recomendados y a ponernos en contacto con la colonia argentina.

La Paz es la Shanghai de América. Una riquísima gama de aventureros de todas las nacionalidades vegetan y medran en medio de la ciudad policroma y mestiza que marcha encabezando al país hacia su destino.

La gente llamada bien, la gente culta se asombra de los acontecimientos y maldice la importancia que se les da al indio y al cholo, pero en todos me pareció apreciar una chispa de entusiasmo nacionalista frente a algunas obras del gobierno.

Nadie niega la necesidad de que acabara el estado de cosas simbolizado por el poder de los tres jerarcas de las minas de estaño, y la gente joven encuentra que éste ha sido un paso adelante en la lucha por una mayor nivelación de personas y fortunas.

El 15 de julio a la noche hubo un desfile de antorchas largo y aburrido, como ejemplo de manifestación pero interesante por la forma de expresar su adhesión que era en forma de disparos de Mauser o “ Piri-Pipí” , el terrible fusil de repetición.

Al día siguiente pasaron en interminable desfile gremios, colegios y sindicatos haciendo cantar la Mauser con bastante asiduidad. Cada tantos pasos uno de los directores de las especies de compañías en que estaba fraccionado el desfile gritaba: “Compañeros del gremio tal, viva La Paz, viva la independencia americana, viva Bolivia; gloria a los protomártires de la independencia, gloria a Pedro Domingo Murillo, gloria a Guzmán, gloria a Villarroel.” El recitado se efectuaba con voz cansina a la que un coro de voces monótonas daba su marco adecuado. Era una manifestación pintoresca pero no viril. El paso cansino y la falta de entusiasmo de todos le quitaba fuerza vital, faltaban los rostros enérgicos de los mineros, según decían los conocedores.

Por la mañana del otro día tomamos un camión para ir a las Yungas. Al principio subimos hasta alcanzar los 4 600 metros en el lugar llamado la Cumbre para bajar luego lentamente por un camino de cornisa al que flanqueaba un profundo precipicio en casi todo su recorrido. Pasamos en las Yungas dos días magníficos, pero faltaban en nuestro acervo dos mujeres que pusieran la nota erótica como matiz necesario al verde que nos rodeaba por todos lados. Sobre las laderas vegetadas que se despeñaban hacia un río distante abajo, varios centenares de metros, y custodiados por un cielo nublado, se desperdigaban cultivos de cocos con sus típicos grados, de bananeras que a la distancia semejan hélices verdes emergiendo de la selva, de naranjos y otros citros, de cafetales enrojecidos de frutos; todo matizado por la raquítica figura de un papayo con una configuración que recuerda algo la estática figura de la llama y de otros frutales y árboles del trópico.

En un rincón había una granja escuela de los curas salesianos que uno de ellos, alemán, nos mostró con toda gentileza. Una gran cantidad de frutas y hortalizas se cultivan allí con todo esmero. No vimos los niños, que estaban en clase, pero al hablar de otras granjas similares en Argentina y Perú, me trajo el recuerdo de la indignada exclamación de un maestro pureño: “Ya lo dijo un educador mexicano, es el único lugar del mundo donde se trata mejor a los animales que a la gente.” Yo no le contesté, pero el indio sigue siendo una bestia para la mentalidad del blanco, sobre todo si es europeo, por más hábitos que lleve.

La vuelta la hicimos en la camioneta de unos muchachos que habían pasado el fin de semana en el mismo hotel. Llegamos con una curiosa facha de La Paz, pero rápido y relativamente cómodos.

La Paz, ingenua, cándida como una muchachita provinciana, muestra orgullosa sus maravillas edilicias. Visitamos sus nuevos edificios, la Universidad de bolsillo desde cuyas terrazas se domina toda la ciudad, la biblioteca municipal, etc.

La belleza formidable de Illimani difunde su suave claridad, eternamente nimbado por ese halo de nieve que la naturaleza le prestó por siempre. En las horas del crepúsculo es cuando el monte solitario adquiere más solemnidad e imponencia.

Hay un hidalgo tucumano que me recuerda su augusta serenidad*. Exiliado de la Argentina, es centro y dirección de la colonia que ve en él un dirigente y un amigo. Sus ideas políticas hace mucho que han envejecido en todo el mundo, pero él las mantiene independiente al huracán proletario que se ha desatado sobre nuestra belicosa esfera. Su mano amiga se tiende a cualquier argentino sin preguntar quién es y por qué viene, y su serenidad augusta arroja sobre nosotros, míseros mortales, su protección patriarcal, sempiterna.

Seguimos varados esperando una definición y un cambio y esperando el 2 en donde veremos qué pasa, pero hay algo ondulante y con buche que se ha cruzado en mi camino, veremos...

Visitamos al final la Bolsa Negra. Tomando el camino del sur se va ascendiendo hasta llegar a una altura de 5 000 metros aproximadamente, para descender luego al valle en cuyo fondo está la administración de la mina y en una de cuyas laderas, la veta.

Es un espectáculo imponente: a la espalda el augusto Illimani, sereno y majestuoso, adelante el blanco Mururata, y ante los edificios de la mina que semejan copas de algo arrojado desde el cerro que quedaran allí por caprichos del accidente del terreno que los detuviera. Una gama enorme de tonos oscuros irisa el monte, el silencio de la mina quieta ataca hasta a los que como nosotros no conocen su idioma.

El recibimiento es cordial, nos dan alojamiento y después dormir.

A la mañana siguiente, domingo, vamos con uno de los ingenieros a un lago natural alimentado por un glacial del Mururata. Por la tarde visitamos el ingenio que es el molino donde se logra el Wolfram, el mineral que produce la mina.

El proceso sucinto es: la piedra que se extrae de la mina se divide en tres porciones, la que constituye el mineral con un 70 % de hez que se embolsa así: la que tiene algo de Wolfram pero en cantidades menores y la capa, vale decir la que no tiene nada, que se arroja por vertederos afuera. La segunda porción va al molino con un alambre carril o andarivel, como llaman en Bolivia, cae en un depósito y luego de allí va al molino que la tritura y la deja de menor tamaño, otro molino la reduce más todavía y una serie de pases por agua va separando el metal que queda en estado de polvo fino.

El jefe del ingenio, un señor Tenza muy competente, ha planeado una serie de reformas que traerán como resultado el incremento de la producción y el mejor aprovechamiento del mineral.

Al día siguiente visitamos el socarón. Llevando los sacos impermeables que nos dieron, una lámpara de carburo y un par de botas de goma, entramos en la atmósfera negra e inquietante de la mina. Anduvimos dos o tres horas por ella revisando topes, viendo la vetas perderse en lo hondo de la montaña, subiendo por trampas angostas hasta otros piso, sintiendo el fragor de la carga que se echa por los vagones hacia abajo para ser recogida en el otro nivel, viendo preparar los agujeros para la carga con la máquina de aire comprimido que va cavando.

Pero la mina no se sentía palpitar. Faltaba el empuje de los brazos que todos los días arrancan la carga de material a la tierra y que ahora estaban en La Paz defendiendo la Revolución por ser el 2 de Agosto, día del indio y de la Reforma Agraria.

Por la tarde llegaron los mineros con sus caras pétreas y sus cascos de plástico coloreado que los semejan guerreros de otras tierras.

Sus caras impasibles, con el marco invariable del eco de la montaña devolviendo las descargas mientras el valle empequeñecía el camión que los traía, eran un espectáculo interesante.

La Bolsa Negra puede producir todavía cinco años más en las condiciones actuales, luego parará su producción a menos que se haga una galería de varios miles de metros de empalme nuevamente con la veta. La galería está proyectada. Hoy por hoy es el único que mantiene a Bolivia, pues es un mineral que los americanos compran, por lo que el gobierno ordenó incrementar la producción; lo que se ha conseguido es un 30% gracias al esfuerzo inteligente y tesonero de los ingenieros responsables. El doctor Revilla nos atendió con toda amabilidad invitándonos a su casa.

A las 4 partimos de vuelta aprovechando un camión, y pernoctamos en un pueblito llamado Palca y temprano llegamos a La Paz.

Estamos ahora esperando un (ilegible en el original) para huir.

Gustavo Torlincheri es un gran artista como fotógrafo. Además de una exposición pública y de sus trabajo particulares tuve oportunidad de ver su manera de trabajar. Una técnica sencilla subordinada íntegramente a una composición metódica da como resultado fotos de notable valor. Con él hicimos un recorrido que, saliendo de La Paz, toma el club andino de Chacoltoya para seguir luego por las tomas de agua de la compañía de electricidad que abastece La Paz.

Otro día fuíal Ministerio de Asuntos Campesinos, donde me trataron con extrema cortesía. Es un lugar extraño, montones de indios de diferentes agrupaciones del altiplano esperan turno para ser recibidos en audiencia. Cada grupo tiene su traje típico y está dirigido por un caudillo o adoctrinador que les dirige la palabra en el idioma nativo de cada uno de ellos. Al entrar, los empleados les espolvorean DDT.

Al fin estuvo todo listo para partir, cada uno de nosotros tenía su referencia amorosa que dejar allí. Mi despedida fue más en plano intelectual, sin dulzura, pero creo que algo hay entre nosotros, ella y yo.

La última noche fue de libaciones en casa de Nogués tanto que me olvidé la máquina fotográfica. En medio de una gran confusión salió Calica solo para Copacabana, mientras yo me quedaba otro día que empleé en dormir y recuperar mi máquina.

Después de una viaje lindísimo bordeando el lago y de cruzar La Bolsa por Taquería, llegué a Copacabana, nos alojamos en el mejor hotel y contratamos un barquito que nos llevará al día siguiente a la Isla del Sol.

A las 5 de la mañana nos despertaron y salimos con rumbo a la isla; el viento era muy pobre de modo que hubo que remar.

A las 11 llegamos a la isla y visitamos una construcción incaica, más tarde me enteré de que había otras ruinas más, de modo que obligamos al botero a ir hasta allí. Era interesante y sobre todo escarbando entre las ruinas encontramos algunos restos, un ídolo representando una mujer que prácticamente llena mis aspiraciones. El botero no se anima a volver, pero lo convencimos de que zarpara, sin embargo se cagó hasta las patas y hubo que hacer noche en un cuartucho miserable con paja por colchón.

Volvimos a remo en la mañana del día siguiente, pero nosotros nos hacíamos los burros debido al cansancio que nos embargaba. Perdimos ese día durmiendo y descansando, y resolvimos salir a la mañana siguiente en burro, pero lo pensamos mejor y resolvimos no hacerlo, dejando el viaje para la tarde. Contraté un camión pero éste se fue antes de que llegáramos con el bultaje de modo que quedamos anclados pudiendo al final llegar al límite en una camioneta. Allí se inició nuestra odisea: teníamos que caminar dos kilómetros con nuestro pesado equipaje a cuestas. Al fin conseguimos dos changadores y entre risas y puteadas llegamos al alojamiento. Uno de los indios al que habíamos puesto Tupac Amaru presentaba un espectáculo lamentable, cada vez que se sentaba a descansar había que ayudarlo a ponerse en pie porque no podía solo. Dormimos como lirones.

Al día siguiente nos encontramos con la desagradable sorpresa de que el investigador no estaba en su oficina, de modo que vimos partir los camiones sin poder hacer nada. El día transcurrió en medio de un aburrimiento total.

Al siguiente, cómodamente instalados en “Coceta”, salimos rumbo a Puno, bordeando el lago. Cerca de este pueblo florecieron las Bolsas de tolora de las que no habíamos visto ninguna desde Taquira. Al llegar a Puno hicimos la última aduana del camino y en ella me requisaron dos libros: El hombre en la unión Soviética y una publicación del Ministerio de Asuntos Campesinos que fue calificada de Roja, Roja, Roja en acento exclamativo y recriminatorio; después de una jugosa charla con el jefe de policía quedé en buscar en Lima la publicación. Dormimos en un hotelucho cercano a la estación.

Cuando portando todo nuestro equipaje íbamos a subir a segunda, nos atajó un empleado de investigaciones que tras algunos cabildeos nos propuso subir a primera y llegar gratis al Cuzco con las medallas de dos de ellos, lo que, por supuesto, aceptamos. Así viajamos cómodamente dándoles a los tipos el importe del pasaje de segunda...



* Se refiere a Isaías Nogués.